miércoles, 27 de noviembre de 2013

Atlas

Quizás ni tres meses llevo en mi nueva (y espero que efímera) vida en el pueblo. Tres meses que dan para mucho. No. Tres meses en los que lo único que he podido comprobar es que la gente que quedó aquí ha cambiado, ha olvidado. Consumidos por el pueblo. Gente que no ha conseguido mantener su beca de estudios y ha tenido que quedarse en el pueblo y decide que lo más sensato es comprarse un coche con su primer sueldo en lugar de guardarlo para poder seguir estudiando en años venideros. Una forma de pensar totalmente diferente. Ya no quieren estudiar, volar de sus casas, vivir la juventud, ahora quieren un trabajo que les de un coche y dinero para copas. También hay quien puede seguir chupando de la teta materna y vivir en la ciudad sin estudiar y buscando curro de neoRRPP (término que adjudico yo a esos que dicen ser RRPP pero en realidad solo son reparteflyers de turno), de camarero o de vendedora de ropa en una boutique. Oye, que está muy bien, pero que para esos trabajos buscan gente joven, y la juventud es efímera. ¿Qué va a pasar cuando tu cara sea demasiado arrugada como para vender ropita a jovencitas, poner copas o dar flyers? En fin, cada uno invierte su tiempo en lo que quiere, y en este país de locos, los cuerdos no abundan obviamente. La cosa es que aquí estoy yo, apostado en mi pueblo, estudiando para una asignatura (que gracias a mi querida profesora no aprobé) e intentando ahorrar para el año que viene no tener que pisar esta tierra. Pero en estos tres meses he aprendido bastante. He aprendido que quien se queda en el pueblo, su vida hace de nuevo, independientemente de lo que haya pasado anteriormente. Los que eran tus amigos ahora no tienen tiempo ni para mandarte un mísero mensaje. La gente que antes salía, disfrutaba de cada segundo, ahora prefiere encerrarse en casa con su pareja y ahorrar para casarse (¡¡¡¡!!!!). Solo quedan cuatro gatos: tú, los dos o tres de siempre (que estudian fuera y cuando vienen quieren salir) y los niños que no han acabado el bachillerato. Guau. Al menos no me puedo quejar de cómo me lo estoy montando. El día que me apetece aparezco en casa a las tantas, y el que no no. Hago lo que puedo, curro cuando puedo y saco pasta de debajo de las piedras. Salgo con poco presupuesto, pero he aprendido que eso no significa que no pueda pasarlo como los indios. Lo único que tengo claro es que, con mis 22 años a las espaldas, soy demasiado joven para buscar un trabajo para toda la vida, una novia para toda la vida y una casa para toda la vida. Quiero viajar, ver mundo, saltar, bailar, beber, probar cosas nuevas. Quiero aprender más de lo que la vida me ofrece. Casi tengo mi carrera terminada, pero aún no estoy listo para trabajar en lo que quiero. ¿O sí? ¿Alguien cree que estoy listo para escribir best-sellers? No. No estoy listo. Pero sé que ese es mi destino, sé que voy a hacerlo algún día. Mientras tanto seguiré viajando, volando, bebiendo, bailando, conociendo. El saber no ocupa lugar, y la juventud siempre se va.

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