martes, 27 de mayo de 2014

Poesía

«¿Qué es poesía?» se había preguntado toda la vida. Y la verdad es que la buscó con intensidad. Primero la buscó en libros de poetas de siempre, luego en los de poetas contemporáneos. No se sació en ningún momento. Su diccionario le dijo que la poesía era "idealidad, lirismo, cualidad que suscita sentimiento hondo de belleza, manifiesta o no por medio del mensaje". Su búsqueda se alejó de los libros y se fue a la naturaleza. Encontró paisajes bellísimos, lugares que jamás sabría describir. Sabía que su búsqueda estaba cerca de acabar. 
Un día, explorando, llegó a una cala de una playa a una hora en coche de su casa. Allí encontró la poesía. Allí la encontró a ella. Se fundía en el paisaje como si fueran un solo ente. Su belleza eclipsaba todo. Su pelo caía por sus hombros como la noche cae en la sabana africana. Sus ojos tenían el verde de las esmeraldas más codiciadas. Sus labios eran más apetitosos que una cerveza fría en una tarde de verano sevillano. Ni una fotografía de gran calidad, ni la mejor pintura podría describir aquello. Se descubrió ojiplático ante la sinuosa belleza que se desplegaba ante sí. Allí supo qué era poesía, y descubrió que jamás volvería a encontrar la poesía en su vida. Regresó a casa feliz, pues sabía que su búsqueda había finalizado. 
Años después su vida había tomado un rumbo completamente diferente. Seguía buscando la belleza, pero ahora lo hacía de un modo totalmente diferente: buscaba localizaciones para la grabación de audiovisuales (a veces spots, a veces películas, a veces videoclips musicales). Se sentía henchido de plenitud sabiendo que su vida giraba en torno a la búsqueda de paisajes que emocionen. Y lo que más le gustaba era que sabía que a través de una pantalla no sería ni la mitad la sensación de belleza. Aunque era lo que más le gustaba, siempre tenía la sensación de que aquello podría mejorar. Su trabajo no era para nada monótono, pues siempre viajaba, siempre a la busca y captura de los parajes más bellos del planeta. 
Se encontró un día con que tenía que buscar el atardecer perfecto en una playa, aunque ya sabía a dónde tenía que ir. Sin quererlo, sin imaginarlo, su sirena estaba allí. Su pelo de ébano relucía ante los últimos rayos del sol de julio, sus ojos brillaban con luz propia. Aquella vez no tuvo excusa. Estaba allí, en el mejor lugar del mundo, en el lugar que denominó "la casa de la poesía", y se sentía con fuerzas para todo. Nervioso, se acercó a aquella poesía humana que tantos años había ocupado sus sueños y con un susurro le dijo: 
- Llevo tanto tiempo soñándote que parece que fue ayer el día que me enamoré de ti.
Ella, ante la revelación de aquél a quien parecía ver por primera vez, calló y se sonrojó, por lo que él prosiguió. 
- Tú no lo sabes, pero me he tirado toda la vida buscando la belleza allí por donde he ido, y jamás he conseguido encontrar algo como aquello que encontré años atrás, cuando estuve en esta playa, subido a aquella colina, admirando tu belleza por primera y última vez. Hasta hoy. 

Con el paso del tiempo, su trabajo dejó de ser emocionante, pues sabía que la belleza, la poesía, le esperaba en casa, y su misión principal era volver cuanto antes para estar con ella. Aquella visión que pensó divina la primera vez que se le presentó se había convertido en la llave de su vida, en la clave. Ella era el motor. Ella era la poesía.
Jamás se supo si de verdad era tan bella como la describía cada vez que hablaba con alguien, pero su forma de hablar de ella revelaba que sí, que ella para él era poesía. Por que poesía es para persona algo diferente: a veces una persona, a veces un lugar, y, otras veces, un buen libro en la ventana de tu casa de siempre. Quizás la poesía no esté ahí fuera, sino que esté aquí, dentro de nosotros mismos. Yo soy poesía, tú eres poesía. Todos somos poesía, siempre y cuando queramos serlo. Siempre y donde queramos serlo. 

lunes, 12 de mayo de 2014

La mona

Ella era una mona. Lo sabía, todos se lo decían. Desde chica le había gustado esconderse en sitios altos, y no había nada en el mundo como refugiarse en su litera, donde podía viajar a través de las páginas de sus libros favoritos. Siempre se refugiaba allí cuando mamá le gritaba, cuando sus padres peleaban entre sí. Hasta aquél fatídico día, claro. Su padre se pasó de violento y su madre hizo las maletas para no volver jamás. La dejó allí, desangelada entre sus dos hermanos y su padre. Y encima era la mayor, por lo que a partir de ese momento empezó a ser la diana perfecta a las broncas que su padre echaba por cualquier cosa con el simple motivo de desahogar su ira. Con el tiempo se hizo fuerte; no tenía otra opción, en realidad.
Siempre se rodeó de hombres, en el colegio no tenía amigas, solo amigos. En casa tenía que reñir con sus hermanos a la vez que hacía el papel de madre. Las demás niñas del colegio la veían como una marimacho, y el apodo de mona se expandió como un virus. La llamaban así por que decían que no era una niña, ni un niño. Su aspecto no dejaban lugar a dudas: siempre vestida como un niño, siempre sin peinar. ¿Cómo iba a arreglarse, si no tenía tiempo ni nadie que le ayudara?
La vida de la mona siguió y cada día era más fuerte, más masculina, menos niña. Hasta aquél día, aquél 21 de mayo. Una chica que había entrado nueva en su clase aquel año la invitó a su cumpleaños. No sabía por qué, pero la mona se sentía feliz. No es que fuera una fiesta espectacular, pero se sintió especial. Aquél día empezó una nueva etapa en la vida de la mona. Su nueva amiga le ayudó a mejorar su aspecto, le ayudó a parecer más simpática entre las demás, le ayudó a aprender a relacionarse. Su amistad creció, creció y creció, como un globo de agua. El problema de los globos de agua es que cuando se inflan demasiado acaban por romperse. La amistad de la mona con su nueva amiga se rompió, pero ella había aprendido mucho de aquello.
En esta nueva etapa de su vida descubrió que había cultivado una dependencia a su antigua amiga demasiado grande. Y aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Volvió a relacionarse con los hombres de su entorno, pero sin hacer de mujer, solo de mona. Mona se volvió a su litera, siempre pensando en qué pasó para que su amistad se desquebrajara de aquella manera. Intentó de mil formas retomar su relación con su antigua amiga, siempre sin resultado. Era casi una obsesión. La gente de su entorno empezó a rumorear que estaba enamorada de su amiga. Ella sabía que eso no era así, pero que no había manera de explicarlo.
Con los años aparecieron dos nuevas amigas, por separado. Con la primera le pasó lo mismo que con su antigua amiga, y con la segunda igual. Pero descubrió algo. Mientras estaba con una de sus amigas, no recordaba para nada a su antigua amiga. El problema era cuando estaba sola.
Cuando conoció a su cuarta amiga, decidió que la cosa iba a cambiar. Decidió ir con calma, decidió ser menos dependiente, decidió ceder. La mona no se vistió más de seda, ella era la mona, y se iba a quedar como era, la aceptara quien la aceptara. Con su cuarta amiga la relación fue completamente diferente. Siempre la trató como a una igual, siempre la trató como una hermana.
Fue una noche de verano cuando descubrió todo. Había crecido sin madre y rodeada de hombres, y ese era el problema. No es que estuviera obsesionada con su antigua amiga como solían recordarle las personas de su entorno, es que necesitaba de un referente femenino en su vida. Su madre la había abandonado, no tenía hermanas, todo a su alrededor eran hombres. Necesitaba de aquello, de una mujer que le aconsejara, que le ayudara, que hablara con ella de sus sueños. Un día contó a su cuarta amiga todo lo que había descubierto, por así decirlo.
- ¿Cómo es eso, lo de tener hermanas?- Le preguntó, puesto que su amiga tenía una hermana más pequeña, con la que hacía todo.
- No sé, siempre he tenido a mi hermana.
- A veces me gustaría haber tenido una hermana. Cotilleos por las noches, pintarnos las uñas la una a la otra, guardar secretos, soñar juntas, celebrar los éxitos de la otra... Mis hermanos solo se ríen entre ellos y comparten sus secretos con mi padre. A veces me siento muy fuera de lugar en casa.
- Yo con mi hermana me peleo mucho, Mona. A veces no es tan bonito como crees.
- Lo imagino, pero al menos sabes que tienes alguien con quien pelear. Ojalá tuviera una hermana.
- Ya la tienes, Mona.
Con el tiempo, Mona y su amiga se distanciaron, pero la vida de la pequeña niña había cambiado para siempre. Era Mona, vestida de seda o no, con amigas o sin ellas, con madre o sin ella. Y siempre que lo necesitaba, sabía que llamando a un número de teléfono, su cuarta amiga estaría esperando a que le contara qué pasaba, qué sentía, esperando a que llorara con ella, que riera con ella.